martes, 25 de agosto de 2009

Confeciones de un sicario 3

No puedo explicar el dibujo de una ciudad que ofrece tanta muerte pero hace lo posible para que todo el mundo se sienta vivo. Así que no hablamos de eso pero de alguna forma lo discutimos con nuestro silencio. Por un momento, los dos intentamos regresar a ser las personas que éramos antes de todas las muertes, de la tortura, del miedo. Él quiere vivir sin el poder que tiene sobre la vida y la muerte, y duda si puede lograrlo sin el dinero. Yo quiero borrar mi memoria, habitar un mundo en el que no sepa nada de sicarios y pueda pensar en la cena y no en los cadáveres frescos que decoran las calles. Hemos seguido caminos diferentes que llevan a la misma plaza, y ahora nos sentamos y hablamos e imaginamos cómo regresar a casa.

Yo crucé el río hace como 20 años —no recuerdo la fecha con exactitud porque aún no sé qué significa cruzar la frontera, excepto que ya nunca regresas. Sólo sé que la crucé y ahora naufrago en una costa distante. Es como matar. “Háblame de tu primer asesinato”, le pregunto, y me dice que no lo recuerda, y yo sé que no está diciendo la verdad pero que tampoco miente. Algunas veces simplemente no puedes alcanzarlo. Abres ese cajón, tu mano se paraliza y simplemente no puedes alcanzarlo. Está frente a ti pero aún así no lo alcanzas, así que dices que no te acuerdas.

Tiene una pluma verde y una libreta. Tiene páginas impresas de internet, sobre todo de mí. Ha pasado 10 horas investigándome, dice. Como tantos peregrinos, está buscando un testigo, alguien que pueda entender su vida. Decidió que conmigo sería suficiente. Ahora está relajado. Antes, su cuerpo estaba encorvado, sus hombros amenazantes, y esas manos entrenadas y talentosas… Traía puesta una gorra que escondía su pelo y sonreía de vez en cuando.

Ahora es alguien diferente, un hombre que ríe, su cuerpo casi fluye, sus ojos ya no son dos carbones negros, ahora están radiantes y bailan mientras habla.

“No somos monstruos” explica. “Tenemos educación, sentimientos. Yo podía dejar de torturar a alguien, ir a cenar con mi familia y regresar. Desconectas ciertas partes de tu mente. Es un trabajo, sigues órdenes”.

Durante algún tiempo su pasado estuvo muerto para él, lo desconectó. Pero ahora está de regreso. Piensa que Dios me envió para que otros conozcan su historia.Como todos, quiere que su vida tenga un significado, y yo debo escribirlo y mostrárselo al mundo. Debe tener cuidado, por supuesto. Cuando abandonó esa vida hace dos años, la organización le puso precio a su cabeza: 250 mil dólares. No sabe si la cifra ha aumentado, pero no cree que haya disminuido. Por ahora, sabe que Dios lo protege a él y a su familia, pero aún así debe cuidarse.

“Ya no hago cosas malas”, dice, “pero no puedo dejar de ser precavido. Es un hábito. Así me siento seguro. Ya me han matado dos veces, ¿sabías?”.

Se levanta la camisa y me enseña las cicatrices de dos ráfagas de AK-47 que recibió en distintos momentos.

“Estuve en coma durante un tiempo”, prosigue. “Pesaba 130 kilos cuando llegué al hospital, a un narcohospital, y salí pesando 60”.

Había sido un error. La organización pensó que había filtrado datos sobre el asesinato de un columnista, pero resultó que el informante era el mismo al que le habían pagado para intervenir los teléfonos. Así que lo mataron y luego “se disculparon conmigo y me pagaron un mes de vacaciones en Mazatlán que incluía mujeres, droga y alcohol. Tenía como 24 años”.

Le da un sorbo a su café. Está listo para empezar.

Recuerda que cuando le pregunté sobre su primer muerto me dijo que no se acordaba porque en esa época se metía mucha droga y bebía mucho. Es mentira. Se acuerda muy bien.

“La primera persona que maté… Bueno, éramos policías estatales y estábamos patrullando”, dice. “Le hablaron a mi compañero al celular y le dijeron que el hombre que buscábamos estaba en un centro comercial. Así que fuimos ahí, lo agarramos y lo metimos en el coche”.

Otros dos sujetos entran en el coche, identifican al objetivo y se van. Son los que están pagando para matarlo.

Él y su compañero utilizan el código policiaco para homicidio: cuando alguien usa el número 39, quiere decir que hay que matar a la persona.

El tipo al que levantan había perdido 10 kilos de coca; la droga pertenecía a los otros dos.

Su pareja conduce, mientras él se pasa a la parte de atrás con la víctima.

La presa asegura que le dio la droga a otra persona. En ese momento su compañero dice “39” y él lo mata al instante.

“Era algo automático”, explica. Manejan durante horas con el cuerpo mientras beben. Finalmente, se dirigen a un parque industrial, levantan una coladera y arrojan el cadáver por la cloaca. Por este trabajo le pagaron 30 gramos de coca, una botella de whisky y mil dólares.

“Me dijeron que había pasado la prueba. Tenía 18 años”.

Se registra en un hotel y se mete coca y alcohol durante cuatro días.

“A la policía no le importaba si estabas borracho. Si querías que nadie te molestara le dabas cien pesos al cuidador y nadie te llamaba”.

Después de su bautizo, se mete al negocio del secuestro y entra en un mundo nuevo. Pronto empieza a viajar por todo el país. Trabaja para la policía pero cuando le asignan una misión simplemente pide licencia.

En algunos de los secuestros en los que participa sólo importa el dinero del rescate. Pero cientos más tienen un propósito distinto.

“Te decían, ‘Levanta a ese tipo. Perdió 200 kilos de mariguana y no los pagó’. Yo lo levantaba en mi carro de policía y lo aventaba en alguna casa de seguridad. Horas después, alguien me llamaba porque había que deshacerse del cuerpo”.

“Así fue el inicio de mi carrera después de pasar aquel examen. Durante unos tres años viajé por todo México. Una vez hasta fui a Quintana Roo. Siempre andaba en un carro oficial de la policía. A veces íbamos en avión pero casi siempre manejábamos. Para pasar los retenes militares enseñábamos un documento oficial que aseguraba que estábamos transportando a un prisionero. El documento tenía un número de expediente falso”.

Es el guía de un México alternativo, un lugar donde los ciudadanos son llevados de casa de seguridad en casa de seguridad sin dejar huella para las agencias y los jueces. Cuando él llegaba a algún lugar, la víctima ya había sido secuestrada. Él simplemente la recogía para transportarla.

Controlarlos era fácil porque estaban aterrorizados.

“Cuando ellos veían que era un carro oficial yo les decía: ‘No se preocupen, todo va a salir bien. Van a regresar con su familia. Pero si no cooperan, los vamos a drogar y a meter en la cajuela, y no les aseguro que lleguen al final del viaje’ ”.

El combustible del viaje es la coca. Él y su compañero siempre se visten bien para ese tipo de trabajos —la organización les da cinco o seis trajes nuevos cada tanto. No tienen residencia fija pero viven en varias casas de seguridad donde les dan comida y drogas. Pero no mujeres. Porque esto es estrictamente un negocio.

Casi no hacen labor policial; trabajan de tiempo completo para los narcos. Ese fue su verdadero hogar durante 20 años, en un segundo México que oficialmente no existe pero que cohabita sin cortapisas con el gobierno. En sus múltiples viajes para amordazar, torturar y matar, nunca ha sido interceptado por las autoridades. Él es parte del gobierno, de la policía, y tiene a ocho agentes bajo su mando. Pero su verdadero jefe es la organización, él asume que es el Cártel de Juárez, aunque nunca pregunta porque sabe que las preguntas pueden ser mortales. Le dieron un sueldo, una casa y un coche. Y prestigio.

Calcula que el 85 por ciento de la policía trabaja para la organización. Pero incluso en un día soleado apenas reconocería a alguien del cártel que lo emplea. Forma parte de una célula, por encima de él hay un jefe, y arriba del jefe una zona llena de poder que no visita ni conoce. Estima también que de cada cien personas que transporta, dos recuperan su vida. El resto muere. Despacio, muy despacio.

En cada casa de seguridad puede haber entre cinco y 15 víctimas. Están vendados todo el tiempo, y si por alguna razón se les cae la venda, los matan. A veces los sientan en una silla frente a la televisión, los destapan por un instante y les muestran videos de sus hijos en la escuela, de sus esposas comprando, de la familia en la iglesia. Les muestran el mundo que han dejado atrás y les hacen saber que si el dinero no llega ese mundo desaparecerá, será destruido. Los vecinos nunca se quejan de las casas de seguridad. Ven que están rodeadas por carros de policía y se quedan callados.

Puede que las víctimas tengan un millón de dólares, pero para cuando termina el trabajo ya les quitaron todo, su fortuna entera, y tal vez, sólo tal vez, dejan que la mujer se quede con la casa y el coche. Hay gente que vive secuestrada dos o tres años. Después de darles de comer, los golpean, así empiezan a asociar la comida con el dolor. Muy de vez en cuando llega la orden de soltar a un prisionero. Los llevan vendados a algún parque y les dicen que cuenten hasta 50 antes de quitarse la venda. Incluso en ese instante de libertad lloran, porque no pueden creer que los van a soltar, sino que los van a matar.

“A veces”, dice “le quitaban la venda a los que llevaban meses secuestrados para que limpiaran la casa de seguridad. Después de un tiempo, creían que eran parte de la organización y se identificaban con los guardias que los golpeaban. Componían canciones sobre sus días ahí, y nos hablaban de todas las cosas buenas que nos darían cuando los soltáramos. A veces, después de golpearlos mucho, les mandábamos videos a sus familias en los que rogaban, desesperados: ‘Denles todo’. Y de pronto llegaba la orden y los matábamos”.

El pago siempre se hacía en una ciudad diferente de donde tenían al prisionero. Todo en la organización estaba estructurado. A veces pasaban semanas encerrados en una casa de seguridad sin hablarle al secuestrado, sin saber quién era. No importaba. Ellos eran productos y él un empleado siguiendo órdenes. Sin importar qué tanto pagaba la familia, la víctima casi siempre moría. Cuando le chupaban todo el dinero a la familia, el prisionero ya no tenía ningún valor. Y además podía traicionar a la organización. Así que su muerte era lógica e inevitable.

Detiene su relato. Quiere dejar claro que ahora él se parece a los prisioneros que torturó y mató. Está fuera de la organización, es un peligro para ella. “Cualquiera que ya no le sirve al jefe, se muere”.

Ahora es un hombre a la deriva recordando la época en que estaba fuertemente anclado al mundo.

“Quiero que quede claro”, dice, “que yo sentía cosas cuando estaba en las casas de tortura, viendo a la gente tirada en el piso, encharcada en su propio vómito y sangre. No me dejaban ayudarlos”.

Dice esto tranquilo. Resalta su faceta humana y al mismo tiempo explica cuán profesional era a la hora de secuestrar, torturar y matar. Dice que ahora le temen porque cree en Dios. Luego dice que podría atinarle a un blanco a 700 metros con su AK-47. Practicaba mucho en las bases militares y las academias de policía. Podía entrar con su placa.

El trabajo, insiste, no es para amateurs. Por ejemplo la tortura: tienes que saber hasta dónde llegar. Incluso si al final vas a matar al tipo, tienes que actuar con cuidado para sacarle toda la información que necesitas.

“Tienen tanto miedo”, explica, “que generalmente cooperan mucho. A veces, cuando se dan cuenta de lo que les va a pasar, se ponen agresivos. Entonces les quitas los zapatos, les empapas la ropa, y les conectas un cable en cada pie durante 15 segundos. Así entienden que tú mandas y que les vas a sacar toda la información. No los puedes golpear mucho porque entonces se vuelven inmunes al dolor. He visto gente a la que golpean tanto que puedes arrancarle las uñas con pinzas sin que se inmuten”.

“Los esposas por la espalda, los sientas frente a un foco de 100 watts y les haces preguntas sobre su trabajo, el número y la edad de sus hijos, todo lo que ya sabes porque ya lo investigaste. Cada vez que mienten les das una descarga. Una vez que saben que no pueden mentir, empiezas con las preguntas serias —cuántos cargamentos han movido al otro lado, para quién trabajan, por qué no le pagan al jefe”.

CONTINUARÁ...

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