lunes, 24 de agosto de 2009

Confeciones de un asesino 2

Le pregunto cómo se convirtió en asesino.

Sonríe y me responde: “Me creció el brazo”. Después agarra una hoja de papel, dibuja cinco líneas verticales, y escribe con tinta negra: “INFANCIA, POLICÍA, NARCO, DIOS”. Las cuatro fases de su vida. Luego comienza a tachar las palabras hasta que no queda nada en la hoja salvo un bloque de tinta.

No puede dejar rastros. No puede renunciar a los hábitos de toda una vida. Trato de agarrar la hoja pero me la arrebata. Y se ríe. Creo que de ambos.

“Cuando creía en el Señor”, dice “huía de los muertos”.

“Mi infancia fue normal”, insiste. No va a tolerar la explicación facilona de que es producto del abuso.

“Éramos muy pobres, estábamos muy necesitados”, continúa. “Llegamos del sur a la frontera, para sobrevivir. Mi gente se metió a la maquila. Yo fui a la escuela. Mi padre no me maltrataba. Mi padre trabajaba, era un hombre trabajador. Entraba a las seis de la tarde y salía a las seis de la mañana, seis días a la semana. El resto del tiempo dormía. Mi madre hacía las veces de madre y padre. Limpiaba casas en El Paso tres veces a la semana. Había que alimentar a 12 niños”.

Se calla para ver si entiendo. No quiere ser una víctima, ni de la pobreza ni de sus padres. Se hizo asesino porque es una manera de vivir, no por algún trauma. Sus ojos son limpios e inteligentes. Y fríos.

“Una vez”, recuerda, “mi padre me llevó a mí y a tres de mis hermanos al circo. Llevamos nuestro chili y nuestras galletas para no gastar. Ese fue el día más feliz de mi vida. Y la única vez que mi padre me llevó a algún lado”.

Pero ahora vamos a hablar de la época en que trabajó para el diablo.

Está en la prepa cuando la policía estatal lo recluta junto con algunos de sus amigos. Reciben 50 dólares por pasar coches por el puente de El Paso; luego los estacionan y se van. Nunca saben qué hay en los coches y nunca preguntan. Después de la entrega los llevan a un motel donde siempre hay mujeres y coca disponibles.Deja la escuela porque no tiene dinero. Y luego la policía echa mano de su grupo de amigos que ha movido droga para ellos en El Paso y los manda a la academia de policía. En su caso, como sólo tiene 17 años, el alcalde de Juárez interviene para que pueda entrar.

“Nos pagaban 150 dólares a la semana como cadetes”, dice, “pero de El Paso nos mandaban un bono de mil dólares mensuales. Todos los días había droga y alcohol para armar fiestas en la academia. Los fines de semana sobornábamos a los guardias para ir a El Paso. A mí me mandaron a la escuela del FBI; me enseñaron a detectar armas, drogas y vehículos robados. El entrenamiento fue muy bueno”.

Después de la graduación, ningún departamento lo quería porque era demasiado joven. Pero los agentes estadunidenses insistieron en que le dieran un buen rango. Y se lo dieron.

“Tenía a ocho personas bajo mi mando”, continúa. “Dos eran buenos y honestos. Los otros seis andaban metidos en drogas y secuestros”.

Hay dos unidades de la policía del estado en Juárez especializadas en secuestro, y la suya era una de ellas. La comisión oficial para ambas era detener los secuestros. Pero, en realidad, una unidad secuestra a la persona y se la da a la otra para que la mate, procedimiento más rápido que el de cuidarla mientras esperan el rescate. A veces fingían descubrir el cuerpo días después del secuestro.

Así era el Juárez disciplinado que alguna vez conoció. Después, en julio de 1997, muere Amado Carrillo Fuentes, líder del Cártel de Juárez. Eso fue un “terremoto”. El orden se derrumbó. Los pagos a la policía del estado provenientes de una cuenta en Estados Unidos se terminaron. Y cada unidad tuvo que arreglárselas por sí sola.

“No tengo una idea clara de cómo y cuándo me convertí en sicario”, afirma. “Al principio, levantaba gente y se la entregaba a los asesinos. Y luego mi brazo comenzó a crecer porque estrangulaba gente. Podía ganar 20 mil dólares por un asesinato”.

Antes de la muerte de Carrillo, no era fácil meter coca en Juárez porque “si abrías un kilo, te mataban”. Así que él y su tropa cruzaban el puente hacia El Paso para hacer negocios. Para ese momento controla a una banda de secuestradores y asesinos, trabaja para un cártel que almacena toneladas de cocaína en bodegas clandestinas en Juárez, y tiene que entrar a Estados Unidos para conseguir las suyas.

Eso cambió después de la muerte de Carrillo. Le entró duro a la coca, las anfetaminas y el alcohol; podía estar despierto una semana. También fue en esa época cuando adquirió sus habilidades: estrangulamiento, asesinato con cuchillo y pistola, acribillamiento de coche a coche, tortura, secuestro, y desaparición de personas, a las que simplemente enterraba en un hoyo.

Menciona el caso de Víctor Manuel Oropeza, un doctor que escribió una columna para un periódico. En ella relacionaba a la policía con el narco. Fue acuchillado en su oficina en 1991.

“La gente que lo mató fue la que me entrenó. Los sicarios no nacen, se hacen”.

Él se convirtió en un hombre nuevo en un mundo nuevo.

A ojos del gobierno estadunidense, la industria de la droga en México está muy organizada, los cárteles están estructurados como corporaciones que realizan juntas de trabajo periódicamente. Pero a ras de tierra, con los sicarios, no hay estructura que valga. Él mata por todo México, trabaja para varios grupos, pero nunca sabe cómo están conectadas las cosas, nunca conoce en persona a los jefes y nunca hace preguntas. Así, recorre los múltiples puestos fronterizos de su imperio subterráneo, pero lo hace sin mapas ni directorios. Pertenece a una célula y sólo puede traicionar al puñado de gente de su célula. Nunca sabrá bien a bien qué cártel le paga.

Me habla de un jefe —un lugarteniente de Vicente Carrillo Fuentes que actualmente encabeza el Cártel de Juárez—, “un hombre lleno de odio, un hombre que odia incluso a su propia familia. Podría cortar a un bebé en frente de su padre para hacerlo hablar”.

Dice que ese hombre es una bestia. Ahora divaga, está regresando a un tiempo y un lugar que ya abandonó, el coto de caza en el que masacraba y derrochaba cinco mil dólares en una tarde. Recuerda cuando unos fuereños trataron de llegar a Juárez para apoderarse de la plaza, de la frontera. Al principio, la organización los mataba y los colgaba de cabeza. Después, durante un tiempo, les hacían el nudo de corbata colombiano: la garganta cortada, la lengua pendiendo por la raja. Luego hubo una avalancha de “collares”: el cuerpo quemado era encontrado con un remate carbonizado en lugar de la cabeza, los hilos metálicos de las llantas abrazaban a los cadáveres como aros ennegrecidos.

Ha vivido como un dios que destruye mundos. La habitación está inmóvil, demasiado quieta, la televisión es un ojo en blanco, el beige de las paredes lo anestesia todo, el ventilador da vueltas. Sus brazos descansan en la mesa de madera. Todo se siente sólido, todo está tranquilo.

Pero su cara refleja miedo. No miedo de mí sino de algo que ninguno de los dos puede definir, una máquina de muerte sin conductor a la vista. No existe un cuartel del que se tenga que escapar, no existe ningún jefe del que deba cuidarse. Alguien dio luz verde y ahora cualquiera que conozca el contrato puede matarlo y reclamar el dinero. El nombre de su asesino es legión.

Puede esconderse, pero eso sólo compra un poco de tiempo, y si comete un error grave acabará muerto. Sus cazadores pueden ser pacientes. Es como un billete de lotería que un día alguien cobrará. La máquina de matar corre desbocada por las calles, las armas listas, siempre en el camino, sin dirección, merodeando al azar en busca de sangre fresca. El día llega y se va, y matan a 10. O más. Ya nadie es capaz de llevar la cuenta, además, algunos cuerpos simplemente desaparecen y es imposible rastrearlos.

Me mira.

“Quiero hablar de Dios”, dice.

“Llegaremos a esa parte”, le respondo.

Él es el asesino y no sabe quién está a cargo, así como, por lo general, no sabía la razón por la cual mataba a sus víctimas. Morirá. Alguien lo matará. Y nadie se dará cuenta.

Ningún lugar es seguro, lo sabe. Una familia estadunidense debía dinero de un negocio, así que secuestraron a uno de sus hijos de 14 años y a un amigo y los trajeron para acá. Un tipo los mató con una botella rota y luego se bebió un vaso de su sangre. Sabe cosas así por lo que ha hecho. Sabe que cruzar la frontera es fácil porque lo ha hecho muchas veces. Sabe que los cateos y los registros son una burla porque ha entrado y salido con armas. Sabe que todo ha sido penetrado, que no se puede confiar en nada, ni siquiera en la solidez de la mesa de madera.

Las ásperas fogatas que alumbran las chozas de los pobres, el olor acre de pólvora quemada que desprende un cartucho gastado, una olla vieja con aceite donde hierve un cerdo que se convierte en carnitas, las caravanas de autos marchando en la noche, los vidrios polarizados, la procesión va y viene y tú miras pero no observas porque si ellos se detienen, aunque sea por un instante, te levantan y te llevan a la muerte que aguarda, los agujeros que cavan cada mañana en la tierra sucia del camposanto, las tumbas como un acertijo y una promesa enorme, bocas hambrientas a la espera de los muertos de la mañana, de la tarde y de la noche, cuatro personas se sientan afuera de su casa al anochecer, la balas ladran, dos mueren poco después de la descarga, y los otros dos son recogidos por la familia, que los lleva de hospital en hospital y a casas oscuras porque nadie los quiere curar. Los asesinos tienen manera de seguir a su presa hasta la sala de Urgencias para terminar el trabajo.

Tiene los brazos apoyados en la mesa mientras esas bocanadas de Juárez nos acarician la cara, pero no hablamos de ello.

CONTINUARÁ...

No hay comentarios:

Publicar un comentario