jueves, 27 de enero de 2011

Todos podemos ser malos.

La maldad a la vuelta de la esquina

Cuando se hablaba del “México bárbaro”, nunca supimos cuán bárbaro podía ser hasta la narcoguerra de estos días, y a qué niveles de hiperviolencia era posible llegar.
“San Clemente de Roma enseñó que Dios gobierna al mundo con dos manos: la derecha es Cristo y la izquierda Satanás.”
C.G. Jung, en Respuesta a Job
Muchos crecimos con una visión de que la maldad era algo lejano, como la caricatura de una bruja en una película de Disney o un dictador genocida del otro lado del Atlántico. El mal estaba en otra parte, o tal vez ni siquiera existía. Según San Agustín, el Mal es la ausencia de Bien, o mejor aún, la ausencia de Dios. Pero ¿qué hacer cuando los asesinatos, extorsiones y torturas ocurren en nuestro país, en nuestra ciudad? ¿Qué puedo pensar de la maldad cuando, camino a mi trabajo, me encuentro con un decapitado?
Es difícil mantener la creencia de que el mal no existe cuando todos los días los medios nos dan un recuento de muertos y nos enteramos que muchos de ellos fueron asesinados con saña y que los perpetradores no parecen tener la menor culpa o compasión. ¿Serán malos los sicarios o simplemente no hubo quién les enseñara a ser buenos? ¿A quién o a qué le echamos la culpa de que haya menores de edad que torturan y matan? La lista de sospechosos es muy larga, e incluye la desigualdad social, la ineficacia de la justicia y la corrupción, las familias disfuncionales, el maltrato y la negligencia de los padres, la falta de límites y valores en la escuela y en la familia e incluso ciertos genes defectuosos.
¿Somos seres básicamente buenos cuya naturaleza se pervierte por la sociedad o al contrario, es el hombre siempre lobo del hombre y sólo la cultura consigue inhibir los impulsos sádicos que son parte de la naturaleza? ¿O tal vez, como dijera Jung, todos, aun los más” buenos”, tenemos un lado oscuro y, al no aceptarlo, lo proyectamos en los demás?
El problema no es sencillo, pero algunos estudios de psicólogos sociales nos pueden ayudar a encontrar respuestas. En 1971, Philip Zimbardo hizo un experimento con estudiantes voluntarios que se dividieron en dos grupos: “vigilantes” y “presos”. Según cuenta en The Lucifer Effect. Understanding How Good People Turn Evil(en español: El efecto Lucifer. Entendiendo cómo las personas buenas se vuelven malas), los participantes en la investigación eran alumnos “normales” de Stanford, una prestigiosa universidad de Estados Unidos. Para sorpresa de todos, los “vigilantes” se volvieron abusivos y hasta sádicos, sometiendo a los “presos” a humillaciones y maltratos a tal grado que el experimento se suspendió. En la actualidad los principios éticos vigentes impiden que se hagan investigaciones así, pero Zimbardo ha estudiado las características de torturadores en Brasil, y de los soldados norteamericanos que martirizaron presos iraquíes en Abu Graib. Encontró que se trataba de personas “normales”, sin antecedentes de violencia, de modo que concluyó que las personas buenas se pueden volver malas en sistemas autoritarios, que demandan obediencia absoluta y en los que existe presión de los pares para conformarse a normas que pueden incluir el maltrato, la humillación y la tortura.
Zimbardo concluyó que nuestra naturaleza tiene posibilidades tanto de altruismo como de maldad y son las circunstancias las que hacen que una persona sea buena o mala (hay torturadores que eran buenos padres y vecinos). Desde luego el propósito de sus estudios era explicar cómo las personas normales pueden cometer hechos abominables. Los participantes en el experimento citado regresaron a la “normalidad”, pero otras investigaciones parecen apuntar al hecho de que hay personas predispuestas genéticamente a la violencia o al crimen. Si a esta predisposición añadimos todo tipo de circunstancias adversas, como maltrato o abandono en la infancia, oportunidades y cercanía con subculturas criminales, tendremos la receta para crear sicarios. En esos casos, el primer acto de crueldad es el más difícil, pero la acumulación de actos crueles acaba modificando el funcionamiento del cerebro y a partir de ese momento uno se comporta cruelmente sin remordimiento alguno.
*Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa.
fernandoortizl@yahoo.com
Fernando Ortiz Lachica*


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